El poder y los negocios detrás del Mundial
Zúrich, Suiza, 2 de diciembre del 2010. En un baño de la sede de la FIFA se encuentran los tres jinetes del fútbol suramericano: el paraguayo Nicolás Leoz, el brasileño Ricardo Teixeira y el argentino Julio Grondona. Son tres de los 22 ejecutivos que ese día deben otorgar las sedes de dos mundiales: el del 2018 y el del 2022. El primero ya está resuelto: la multinacional de la pelota confía en la Rusia de Putin. El segundo es más complicado. La votación se empantana.
Mientras desocupan sus vejigas, hacen lo de siempre: negocian. Leoz es el díscolo. Los otros dos necesitan del viejo paraguayo, el hombre que consiguió blindar la sede del fútbol suramericano en las afueras de Asunción. Según consta en el testimonio del argentino Alejandro Burzaco (exCEO de Torneos) ante la justicia estadounidense, Grondona y Teixeira apuran a Leoz. Qatar necesita su apoyo para asegurarse el Mundial de 2022.
Leoz rehúye a los árabes: en la primera ronda se decanta por Japón. En la segunda, por Corea. “¿Qué estás haciendo? ¿Eres el único que no vota por Qatar?”, le reprochan Grondona y su colega brasileño. “Sí, porque sé que tarde o temprano ganará”, responde él. Los hombres volvieron del baño más aliviados. La tercera ronda fue la vencida: Qatar ganó.
El Mundial es la vaca lechera de la FIFA. Las cadenas televisivas le pagarán 3 mil millones de dólares por el de Rusia. Por Qatar 2022 recibirá 500 millones más. Pero la elección de ambas sedes se transformó en un bumerán. Días después comenzó la investigación del FBI que, en el 2015, derivó en el ‘Fifagate’.
La pesquisa desentrañó una cadena de corrupción en la que estaban involucradas agencias de ‘marketing’, empresas de televisión y ejecutivos del fútbol. Un reguero de sobornos que superaron los 160 millones de dólares. Un escándalo.
La respuesta estaba en la lealtad de los votantes. Y esa lealtad tenía un seguro cuya póliza se pagaba en efectivo
Un emirato sin tradición. Estados Unidos había sido uno de los derrotados esa mañana de diciembre: a caballo de los millones que aportaban los patrocinadores, quería el Mundial del 2022. Inglaterra era otra potencia vencida: ni la sonrisa de David Beckham, el embajador de la candidatura, había podido convencer a los 22 votantes de que Wembley se merecía otro Mundial. Australia también fracasó.
¿Cómo era posible que un emirato sin tradición futbolística, cuya selección estaba en el ecuador del ranking (era el 113 entre 211 países), hubiera conseguido el Mundial? La respuesta estaba en la lealtad de los votantes. Y esa lealtad tenía un seguro cuya póliza se pagaba en efectivo.
La FIFA tiene desde 1998 una herramienta clave para conseguir votos: el programa Goal. En teoría, se trata de partidas presupuestales que las asociaciones nacionales reciben para financiar proyectos: construcción de canchas de grama artificial, remodelación de oficinas, creación de ligas aficionadas. En la práctica, se trata de un subsidio.
Uno de los tantos ejemplos es Islas Caimán: entre el 2004 y el 2015 recibió más de tres millones de dólares para un centro de excelencia futbolística. Sin embargo, solo construyó una cancha de césped artificial y unos humildes vestuarios. Un dato: entre 1991 y el 2015, el hombre fuerte del fútbol de ese país (un paraíso fiscal sin tradición futbolística, como Qatar) fue Jeffrey Webb, presidente de la Concacaf entre el 2012 y el 2015.
Su poder de cabildeo era infinito. Una paradoja: es un antiguo miembro del Comité de Gobernanza de la FIFA. Terminó expulsado del fútbol tras declararse culpable de corrupción y aceptar la devolución de 6,7 millones de dólares.
En 2016, y ya bajo la presidencia de Gianni Infantino (el hombre que sucedió a Joseph Blatter después del ‘Fifagate’), el programa Goal entró al quirófano. Se reforzaron los requisitos que las asociaciones debían cumplir para que desde Suiza enviaran los fondos.
Lo rebautizaron Forward (hacia delante). Eso sí, pese a que la FIFA había entrado en números rojos por los costos legales asumidos en 2015 debido a la investigación del FBI, el Forward de Infantino aumentaba la disponibilidad de recursos: 4 mil millones de dólares en diez años.
Además, las confederaciones continentales pasarían de recibir 22 millones en cuatro años a embolsarse 40; las asociaciones nacionales, como la Federación Colombiana de Fútbol, percibirían 5 millones en el mismo período, en lugar de los 1,6 que cobraban hasta entonces.
Con semejante disponibilidad, Infantino siempre tuvo luz verde para sus reformas. El Congreso de la FIFA, en el que votan los 211 miembros (el organismo tiene más banderas que la ONU), le aceptó desde el nombramiento de una ejecutiva sin experiencia en el fútbol, como la senegalesa Fatma Samoura, hasta la reforma de la votación para elegir las sedes de los mundiales.
Hasta hace unos meses, el suizo gobernaba a placer y (casi) sin escándalos. Era una consecuencia de lo que había sembrado durante su campaña: inundó su pasaporte de sellos luego de visitar todas las confederaciones continentales y cientos de países en busca de votos y con la promesa de inyectar liquidez. Para muchas asociaciones asiáticas y africanas, era lo más parecido a un mesías.
“Los gerentes del fútbol terminan transformándose en políticos. Lo tienen en Argentina con el presidente Mauricio Macri (ex presidente de Boca Juniors). Y lo vemos en Rusia con Vitaly Mutko, que integró el comité ejecutivo de la FIFA y es la mano derecha de Putin”, dice desde Estados Unidos el periodista Ken Bensinger, autor del libro ‘Tarjeta roja’, una investigación sobre la debacle de la FIFA que a Bensinger le demandó más de tres años.
“Todos los países árabes tienen intereses en el fútbol. El deporte está integrado a su plataforma política –agrega–. Ser influyente en el fútbol otorga una especie de poder imperceptible. Sirve para ganar influencia, que después aprovechan en otras esferas”.
El objetivo es claro: recaudar. En la FIFA se frotan las manos de solo pensar que países emergentes y superpoblados como India o China tengan su oportunidad de codearse con Argentina, Brasil o Alemania.