El país que se inundó de venezolanos

by 24VENEZUELASept. 16, 2018, 4:50 a.m. 353

Tengo cuatro años en Chile, creo que ya lo dije. Hay quien me preguntó una vez por Facebook que si me creía chilena. Le dije que no: me siento más venezolana que nunca, pero a la vez me voy sintiendo que soy parte de este país. No soy chilena de sangre, lo sé, pero soy algo así como una pariente por afinidad que se va amoldando a la nueva familia. También Cheo, mi novio margariteño (ahora mi esposo), que nunca había viajado al sur, siente que es parte de esta tierra. Mis hijos han hallado aquí calma y oportunidades. Y mi perro, Minos, siempre sabe que hay un parque para él.
Hemos empezado a adoptar este vocabulario. Ya llamamos palta el aguacate, frutilla la fresa, zapallo la auyama. Digo cuico en vez de sifrino, digo fome en lugar de aburrido, pero siempre, siempre, siempre digo chévere.
Cuando uno está en Chile también aprende que aquí la sal no sala tanto, y el arroz hay que hacerlo de una vez con agua hirviendo porque, si no, queda pegajoso. Y aunque no hay ají dulce, hay merquén; y como no hay pan canilla, he descubierto los encantos de la marraqueta. ¿Que no hay cerveza Polar? No importa, dice Cheo, porque están las maravillosas cervezas del sur y la increíble variedad de vinos.
Comemos sopaipilla y pastel de choclo en casa de amigos chilenos y nos enorgullecemos de haber hecho que muchos chilenos prueben por primera vez una arepa, una cachapa o una hallaca en nuestra casa, famosa por sus arepazos. En nuestras reuniones, chilenos y venezolanos nos sentimos más afines de lo que nunca sospechamos y hasta hemos construido un grupo, el Círculo, que, mes a mes, comparte su pasión por artes y letras.
Quienes, como yo, hemos podido mirar cara a cara el Pacífico sabemos que no es el mismo mar nuestro, que este es oscuro, frío y violento, pero no por eso menos bello; que uno puede ir a la playa con sweater y pantalón largo y disfrutar por horas del azul profundo del agua, sin necesidad de hilo dental ni bronceador. He aprendido que los ríos y lagos del sur son helados, pero cuando me he atrevido a sumergirme sé que nadar es aquí otra experiencia.
Ahora que estoy tan lejos de mi casa, descubriendo una nueva vida, también sé que yo me he reinventado y soy otra, una que puede vivir alegre y triste a la vez, nostálgica y sorprendida.
GISELA KOZAK
No ha sido faìcil –aunque siì apasionante– comenzar mi nueva vida. Se trata del salto migratorio de una pareja de mediana edad que ya teniìa una existencia hecha. Mi esposa es ingeniera electricista con amplia experiencia comercial, especializada ademaìs en mercadeo; ella consiguió la visa con permiso para trabajar. Yo, profesora titular –catedraìtica de la Facultad de Humanidades y Educacioìn de la Universidad Central de Venezuela– y escritora con nueve libros publicados en Venezuela y uno en EspanÞa, obtendriìa su residencia legal por viìa matrimonial. Hasta nuevo aviso, dependo de mi pareja –situacioìn novedosa para miì– y me veo obligada a buscar editor para los libros futuros y para una novela ineìdita (que ya sufrioì su primer rechazo de una editorial importante en Ciudad de Meìxico: gajes del oficio).
A los efectos, la vida anterior no tiene significado econoìmico alguno, pues mi apartamento y mi jubilacioìn de la Universidad Central de Venezuela quedaron atraìs. El pasado existe a traveìs de papeles apostillados y publicaciones (particularmente las especializadas en revistas internacionales). Los Estados nos reducen a pocos documentos con sellos, a jirones de papel, repito, que nos definen como humanos con existencia legal. Desde luego, nadie me quita la experiencia, lo malo o bueno de mi trabajo (ni siquiera la tiraniìa comunista de mi paiìs), pero despojarse de la vanidad es indispensable, pues tuve que pasar por un nuevo comienzo editorial y acadeìmico. Puede ser muy duro si no hay una previa y concienzuda preparacioìn mental para ello. Durante un anÞo me repetiì todos los diìas que a cambio del reconocimiento obtenido en Venezuela, tendriìa en Meìxico comida y medicinas en la esquina de mi casa. Tan brutal realismo me ha ayudado muchiìsimo en mi aventura, lo recomiendo como una medicina amarga y extremadamente eficaz.
SALVADOR PASSALACQUA
Ayer me tocoì ordenar los puentes y molinos de viento. Con las rodillas desgastadas y la escandalosa reparticioìn de boletas para el festival Megaland en la radio, intentaba hallar mi propoìsito en Bogotaì y recordar coìmo fue que termineì en un centro de explotacioìn de la carrera Novena con el ingenuo nombre de Super Ben Market. El viaje, la huida, se desvanece con el bajoìn de la temperatura en una ciudad tan friìa. Un friìo que deja fisuras en los labios y hace desear no otro friìo, sino otros labios. Solo seì que hace 10 diìas era periodista y profesor universitario, y ahora trabajo con 3 venezolanas indocumentadas en un supermercado chino donde nos tratan como esclavos. Solo seì que hace 10 diìas el doìlar se transaba a 40.000 boliìvares y ahora la tasa Doìlar Today roza los 60.000. Solo seì que no se ha roto nuestro cordoìn de pertenencia, como describioì el periodista Rafael Osiìo Cabrices a las ataduras de la venezolanidad en su croìnica “Desde otro planeta”, escrita en 2014 como exiliado en Montreal.
Lo del cordoìn es tan cierto que hoy llegueì 2 minutos tarde. Los chinos me apuntaron en la libreta un descuento de 5.000 pesos por impuntualidad. En Venezuela, llegar 10 minutos despueìs de la hora pautada es apenas una atrevida cortesía.
Abordeì el primer bus en la terminal de Puerto La Cruz, en el oriente venezolano, a las 4:25 de la tarde del pasado 23 de octubre. Debiìa partir a las 4:00. Un ardor en el esoìfago me recordoì que un litro de aguardiente y seis cervezas abrazaban mi existencia. Tanto alcohol despierta una sensibilidad aletargada en alguìn escondrijo de nuestras venas. No pude ver maìs que a mi abuela llorando del otro lado, buscaìndome entre las ventanillas del bus. Y una bandera de siete estrellas flameando entre las manos de mi mamaì y mis tiìas.
Dejeì atraìs un estado de playas paradisiìacas y 1.017 asesinatos el anÞo pasado, seguìn el conteo de un diario local independiente. Un estado laìtigo que te deja escozores en el alma, que te da y te quita con la misma fiereza. Poco antes de mi partida, 2 policiìas nacionales fingieron una redada y me apuntaron en la cabeza para robarme el celular usado que habiìa comprado ese mismo diìa. Uno de los pacos (o tombos) me lo sacoì de las nalgas. A mis alumnos de la Universidad Santa Mariìa les abismaba descubrir que podiìa llegar al saloìn de clases con una navaja oculta en la media. Estaba dispuesto a defender mi tableta del acecho de malandros, policiìas y guardias nacionales en cada esquina. El estado Anzoaìtegui, banÞado por las aguas del mar Caribe y con amplio potencial petrolero, agropecuario y turiìstico, sepultoì recientemente a 53 bebeìs cuya causa de muerte fue el hambre. Dejeì atraìs el noveno ciìrculo de Dante, en el que rebajeì 32 kilos en 7 meses.
PAOLA SOTO
Aquiì aprendiì a vivir sin control cambiario, a permitirme la libertad de ir a tomar un cafeì tres veces por semana a un lugar afuera si lo preferiìa; aprendiì a caminar por la calle con el corazoìn maìs tranquilo, a poder ahorrar para pagar un alquiler por mis propios medios, a pasar el trabajo necesario para disfrutar la recompensa de una vida; el progreso, la posibilidad de ir a lo que quiero y encontrarlo, y que el resto solo dependa de las ganas de cada quien.
He visto devaluacioìn, es cierto, el Instituto Nacional de Estadiìsticas mostroì para el anÞo 2017 que Argentina ocupoì el segundo puesto de inflacioìn maìs alta de Ameìrica Latina. Venezuela, que ocupa el primer lugar, juega en una liga aparte. Para el anÞo 2016 el doìlar estaba en 15 pesos, a principios de 2018 va por 20. Se siente el aumento en todo: alquiler, comida, transporte, servicios. Se escuchan las quejas constantes de la poblacioìn, se sabe la transicioìn de un gobierno a otro, incluso hay conversaciones en las que despueìs de exponer la cataìstrofe venezolana responden: tal cual como aquiì. Y no, tal cual no. Aquiì se puede evolucionar, se puede vivir.
JEFFERSON DÍAZ
Lo admito. Lo primero que busqueì en el supermercado fue la harina PAN. Dos doìlares con veinte centavos. Ahiì estaba. Arrimada en un rincoìn entre tantos competidores. Mi esposa, la cabeza friìa de esta relacioìn, me dijo: “Ni se te ocurra tomar una foto”. Pero lo hice. Lo hice desde la rabia y el dolor. Desde el saber que hace anÞos este producto no se consigue tan faìcil en Venezuela. En ese momento, me convertiì en el clicheì inmigrante. En la historia que todos esbozamos cuando pisamos otra tierra. Cuando nos sentimos identificados entre diferentes modismos y otra cultura. Cuando evocamos esa arepa con queso amarillo y mantequilla chorreante que nos preparaba la abuela.
Enviada la imagen por mensajeriìa de texto a mi mamaì, y con mensaje de vuelta que me recomendaba no comer tantas arepas porque “me pondría maìs gordo” y, ademaìs, “estaì muy cara la harina”. Levanteì la vista y amplieì mi visioìn. Comida. Mucha comida. Mis casi 100 kilos –y sobrepeso– no son el perfecto ejemplo de una persona pasando hambre. Lo interesante de esta visioìn era la facilidad con que los productos iban y veniìan entre los compradores. La libertad de sentirte a tus expensas de gastar lo que quieras gastar, cuando lo quieras gastar y como lo quieras gastar. Un supermercado como la representacioìn de todo lo que se perdioì por los predios que vieron nacer a Boliìvar.
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