Graciela Yáñez Vicentini: “Para dialogar no hay como la noche”

by 24VENEZUELAMay 8, 2017, 3:42 a.m. 373

Ha publicado dos poemarios: 
 (2015) y 
 (2006). En ambos, el nombre que le otorgaron sus padres es espejismo. Todo o casi todo en ella es gemelar: dos libros. Dos libros intitulados con el vocablo 
. Dos nombres en un heterónimo que es a la vez espejo. Dos heterónimos. Dos amigas que se encuentran en la creación. Dos caminos universitarios. Dos lenguas para escindirse. En síntesis, espejo de espejos, contrapunteo, voz confabulada con una otredad avasallante. Máscara de máscaras.
Obvio sería recalcar que su fecha de nacimiento coincide con el signo zodiacal Géminis, el de los contradictorios gemelos. Y aunque ella no lo crea, tampoco descarta interpretaciones lúdicas. Todo aquello que la conduzca a refracciones propias o ajenas le interesa. Dice como si fuera otra: “Graciela Yáñez Vicentini nació en Caracas el 29 de mayo de 1981. Por parte de madre, María Margarita Vicentini, soy medio venezolana. Y por parte de padre, Pedro Pablo Yáñez, soy medio cubana. Mi mamá es socióloga y se dedicó al trabajo social. Mi papá es arquitecto y dejó La Habana para venir a Caracas en 1961, pero durante treinta años fue docente de Ciencias Sociales. Por eso siempre he dicho que tengo padres 
. La vena poética me viene quizá por mi abuelo paterno, a quien nunca conocí, pero sabemos que escribía poemas, al igual que mi papá, que escribe versos sencillos. Y por el lado materno, mi abuela escribía, también mi tatarabuelo: Jacinto Gutiérrez Coll, poeta con cierta figuración, sobrino a su vez del pintor Arturo Michelena”.
Se graduó de bachiller en Humanidades, en 1999, tras estudiar casi toda su vida en el Colegio San Ignacio de Loyola. Ese mismo año inició estudios en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Con dos semestres a cuestas, y de forma paralela, comenzó Psicología en la Universidad Católica Andrés Bello, pretendiendo hacerse de una profesión para la supervivencia. Saltaba de Montalbán a Plaza Venezuela, en busca de dos títulos. Además trabajaba como correctora de páginas web, y también organizando eventos en librerías. Un par de semestres después, quizás por aburrimiento, abandonó Psicología para matricularse en la Escuela de Letras de la misma UCAB. Persistía en su funambulismo entre Plaza Venezuela y Montalbán, pero esta vez entre dos escuelas de Letras.
Tras dos años abandonó las aulas de la UCAB, para poder dar clases de Castellano y Literatura en su bien recordado Colegio San Ignacio. Luego las dio en El Peñón y fue también preparadora de Teoría Literaria en la UCV. Finalmente, cumplió el anhelo de graduarse en su casa original, la UCV, con la tesis 
 bajo la tutoría del escritor Rafael Castillo Zapata. “No fue fortuita la decisión de estudiar en dos escuelas de Letras. Parecía redundancia o locura, pero tenía mis motivos. En la UCAB había una ruta cronológica, ordenada: eso me interesaba. En la UCV podía pasar un semestre completo dedicada a un libro: eso también me interesaba. En la UCAB leía un montón de cosas sin darme cuenta, y además tenía un atractivo pensum que incluía cátedras como Historia del Arte. Como dice un amigo que pasó por ambas escuelas, en la UCAB se lee más y en la UCV se lee mejor. Nunca pretendí graduarme de lo mismo en dos universidades. Quería egresar de la UCV y fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Por fortuna, en ambas universidades tuve profesores maravillosos. A veces no entendían mi ubicuidad. Recuerdo que Carlos Sandoval, María del Pilar Puig y Camila Pulgar, profesores en ambas casas de estudio, me pillaban y se reían. En la UCV dos de mis mentores fueron Gisela Kozak y Rafael Castillo Zapata. En la UCAB valoré mucho las clases de María de los Ángeles Taberna, Humberto Valdivieso, Luis Alfredo Álvarez y Francisco Javier Pérez. Y también la de Alberto Márquez, que me formó como correctora y con quien ahora trabajo. Algo que siempre quise hacer”.
Comienza a escribir desde muy niña. Cuentos que ilustraba ella misma, novelas breves, poemas, diarios. El primer texto que publicó fue en inglés, a los nueve años, mientras estudiaba en California, donde la familia se trasladó gracias al año sabático de su papá. “Hay diferencia entre querer escribir y querer ser escritor. No sé si de niña quise ser escritora. Sabía que quería leer, escribir libros y publicarlos. Pero jamás tuve conciencia o aspiración a vivir de ello. Y creo que sigo sin tenerlas. Es extraño decir que uno es escritor o poeta. Soy muy reticente a entregar poemas para publicar. Soy obsesiva: corrijo, corrijo y corrijo
 Paso años en eso. Soy muy lenta para decidir”.
Asidua como pocos a talleres literarios, se inició con un taller en su propia casa, el que llevaba junto a su inseparable amiga de infancia Mariana Rodríguez, hija de un exalumno de su padre en Cuba y luego su mejor amigo en Venezuela. “Mariana y yo nos conocemos desde siempre. Nació diez días antes que yo. Nuestras madres embarazadas se visitaban. Nunca estudiamos juntas, pero nos criamos como hermanas gemelas. Nos veíamos todos los fines de semana. Ella dormía en mi casa o yo en la suya. Lo único que deseaba era llegar a ese refugio de fin de semana, para estar con Mariana y leer y escribir. Discutíamos lo que estábamos leyendo, sobre todo novelas y cuentos. Nos encantaba el género detectivesco. Y escribíamos juntas poemas rimados y canciones. De niña, yo tenía diarios de viaje, y en la adolescencia, pensamientos en forma de híbridos textos breves. Cuando regresé de Estados Unidos, seguí escribiendo ‘novelas’ en inglés. No ha habido un momento de mi vida en que Mariana no estuviese”.
Mariana estudiaba Letras en la UCAB, y en parte por eso Graciela entra a una segunda escuela de Letras. Para visitar a Mariana, viajó varias veces a Miami y a Washington. De esos días de juntas nació el heterónimo que hoy usa. “Egarim salió de Mirage. Mariana ya usaba el nombre de Mirage y, entre muchos juegos escriturales, un día pusimos su nombre frente al espejo. Y me convertí en Egarim. Muchos han creído que somos hermanas, quizás por el cabello castaño largo, por ser muy blancas, por tener ojos marrones. Quizás porque las dos nos vestíamos de negro. Quizás por aquello de que cuando la gente pasa mucho tiempo junta comienza a parecerse, a tener los mismos gestos. Había entre nosotras un asunto especular, como de gemelas, un juego con el otro o con el eco en el otro. Curiosamente, en esa época pensaba que si llegaba a tener hijos quería que fuesen unas hermanas gemelas, como nosotras”.
Más allá de los momentos compartidos con Mirage, Egarim se volcó al estudio de los heterónimos gracias a varios cursos que tomó con José Luis Blondet en la UCV. Allí tuvo revelaciones que la llevaron a Blas Coll, por consiguiente a Eugenio Montejo y finalmente a sí misma. Más tarde llegarían Antonio Machado y Fernando Pessoa. “Comencé a desarrollar el personaje de Egarim Mirage, que a Mariana le pareció divertido. Su biografía es fruto de ciertos guiños entre nosotras. La 
 que lleva por título 
 trae un objeto con un poema de Mariana. Es mi homenaje a tantos años de complicidad. Mariana fue la primera que compró por Amazon mi segundo libro, en el que la menciono varias veces. Sabe que ese libro es de ella, para ella”.
Hoy Mariana no está en Venezuela. Como tantos jóvenes emigró. Sin embargo, la hermandad continúa intacta. “Cuando ella se fue, los oficios también se dividieron: yo me quedé con la escritura y ella con la música. Ya casi no escucho música: es un hábito que dejé de tener porque perdí el eco de ella en Mariana. Esto de los amigos que se van es doloroso. No lloré cuando Mariana partió, porque  hay pérdidas que nunca se asimilan, que persisten como fantasmas. Las cosas que más me han dolido son las que menos he llorado. Pertenezco a una generación que ha emigrado en masa. Tengo muchos afectos fuera del país, muchos ex novios en Nueva York. Los viajes que he podido hacer en los últimos años son para buscar esos amigos que partieron”.
Egarim Mirage nació el 24 de mayo de 1981 en Long Island, Nueva York. Esto se lee en la solapa del libro 
Y luego se acota: “Aficionada a los libros infantiles, a los juegos verbales y fotográficos. Viste mucho de negro y multiplica todo por dos. Viaja siempre que puede. Le gustan los parques; en todo sitio que visita se procura un rincón verde. Vivió un tiempo en Mérida, donde realizó estudios de cine y de filosofía. Escribe en español y en inglés; le gusta traducir. No se sabe si su desdoblamiento (Egarim/Mirage) se debe a una fijación especular, a algún diálogo inconcluso o a un juego prolongado con amigos imaginarios de su infancia”.
La heteronimia la ha llevado a reconstruirse tras un personaje que  le permite la confluencia de múltiples voces y registros estéticos. Graciela asegura que todo es un juego. De ahí su identificación con Eugenio Montejo, su admiración: el dolor ante todos los poetas que se fueron con él. Acota que no teme a los desdoblamientos psicológicos que pudieran trasladarse a su cotidianidad. La creación de heterónimos le otorga amplitud y libertad, como ejercicio formal y como expansión temperamental. “Según Montejo, la distancia entre Blas Coll y él residía en el humor. No estoy muy segura de eso. Cada vez que don Eugenio me hablaba de Blas Coll, lo hacía muy serio. Intuyo que Montejo se divertía muchísimo con Blas Coll. Supongo que hablar de desdoblamiento solo nos deja dos opciones: o estamos ante la locura o frente a un recurso, que de todas maneras implica algo falso, mientras que la primera no. En todo caso, no me autoengaño ni me confundo: si lo hago, es a consciencia. En toda escritura hay pose. Lo importante es que la pose no sea impostada. Nos mostramos como somos cuando posamos, tal como en la fotografía”.
Un segundo heterónimo comienza a asomarse. Se trata de Graciela Alejandra Armando. Su genealogía atiende al nombre de la autora entretejido con el de la poeta argentina Alejandra Pizarnik. “Mi amigo Daniel Ricardo Armando tiene tres nombres y yo solo uno. Un día me dijo que me regalaba el Armando. Y lo tomé. Los 
, libro en preparación, es de Graciela Alejandra. Egarim Mirage la cita en su libro, porque sabe que Graciela está hablando de ella: ‘Si hubiese amado menos a los espejos, si me hubiese roto menos / ¿estaría más intacta?, ¿sería menos frágil, al menos?’... Egarim también cita a Mirage, y a otras compañeras, no siempre literarias. Hay conciencia del juego, pero el juego en sí mismo no necesariamente se hace a conciencia. Nunca decido si voy a escribir como Egarim Mirage, como Graciela Alejandra Armando o como Graciela Yáñez Vicentini. Soy todas. Soy ninguna. Finalmente, siempre somos falsos. No le temo a eso. Pessoa, obviamente, tampoco. Lo sabía, lo dijo y, sin embargo, todo el mundo se tomaba en serio al poeta fingidor. Tengo una fijación con el doble y las almas gemelas, pero siempre vuelvo a Machado cuando se trata de estos temas. Él habla del ‘complementario que llevas siempre contigo y que suele ser tu contrario’. Y eso me lleva a espejos cóncavos, a imágenes que son y no somos nosotros. Soy y no soy yo. Eso no es ni loco, ni posado, ni falso. Eso es literatura. Eso es tener alma”.
No resulta fácil comprender cuándo habla o escribe Graciela Yáñez Vicentini y cuándo Egarim Mirage. Una es más narrativa que la otra. Una es intimista; la otra descriptiva. Una formal en la página; la otra traviesa con los espacios. Una bilingüe; la otra caleidoscópica, transgenérica, impredecible. Las reúne el 
 de Yáñez Vicentini: “Mi concepto es la sinceridad al escribir. No me estoy burlando, tampoco intento ser graciosa o cínica. Hasta la ficción se escribe con desnudez. Si no soy yo la que escribe, pues no me interesa. Y eso dicen también mis heterónimos. No importa si hay dualidad. Lo que no puede haber es simulacro. La construcción, el artificio, la maroma literaria necesitan venir de un lugar honesto, que es y está en la palabra. La palabra que escribo debe ser la mía. Si la siento ajena, falsa, prefiero borrarla”.
No es un simple decir. Desde hace unos años, para escabullirse de la cotidianidad, vive a contracorriente. Puede acostarse a las siete de la mañana y retomar la rutina a las dos de la tarde. En la alta madrugada, y en la más vasta soledad, funciona su poesía, su lectura, e incluso su oficio como correctora profesional. También la promoción en redes sociales y los correos electrónicos referentes a su trabajo como gestora cultural emanan de su computadora entre la medianoche y el amanecer. “La poesía es nocturna, de una nocturnidad vigilante. La poesía que a mí me interesa despierta los sentidos, revuelca algo interno de carácter indefinido; perturba, hace alucinar o delirar. Tengo serios problemas con el día y sus ruidos, con el día y sus tiempos, que no son acordes a mis ritmos. Abro huecos en medio de mi vida práctica para detener el día y escaparme. Mis rendijas son el encuentro con los otros, con aquellos que comparto lo que más amo: la literatura”.
La lectura impone otros artilugios. La noche y los desvelos no van con cualquier libro. Graciela y sus heterónimos son grandes lectoras. No leer poesía con frecuencia la conduce a una angustiante sequía. “Antes podía leer poesía de pie, en el metro, en un café. Hoy necesito tranquilidad, aunque sigo leyendo muchos libros a la vez. Antes de dormir, tengo que leer algo de narrativa 
, algo que no tenga nada que ver conmigo. Si no, no me duermo. Además, por deformación profesional termino corrigiendo lo que leo, sea de quien sea. Me desesperan los errores; no los marco, pero sí los veo y me perturban. También subrayo cosas que me interesan. Si leo poesía, puedo quedarme pegada y no dormir. La poesía me despierta”.
Son parte ineludible de su formación intelectual. El listado de los que ha tomado con importantes escritores es extenso y lo encabeza Igor Barreto en 1997: al haber ganado el segundo lugar del Concurso de Poesía del Ateneo de Caracas, a los quince años, le correspondía tener a Barreto como instructor. Más tarde, en 1999, participó en el Taller Tokonoma, dirigido por Belkys Arredondo, quien terminaría siendo gran amiga y editora de su primer conjunto de poemas. Luego siguieron talleres de poesía con Gabriela Kizer, Eugenio Montejo, Armando Rojas Guardia y Rafael Castillo Zapata. También participó en un taller de narrativa con Eduardo Liendo y en varios de ensayo, entre ellos uno con Massimo Dessiato y Eleonora Cróquer.
Mucho se ha sopesado sobre la importancia de los talleres literarios. Para Graciela se trata de un rito que no pretende abandonar: “Los talleres me han proporcionado hallazgos increíbles. Me gusta el encuentro de miradas que se da en un grupo. El compromiso es genuino: el que se aburre no se queda; lo que no siempre pasa en el ámbito académico. Los talleres nacen del impulso y el deseo: pueden ser fiestas prolongadas, casi comunas. Hacemos el hábito de reencontrarnos de forma periódica porque queremos, nos hace bien o nos hace falta. Un buen taller depende de las buenas elecciones. Yo he hecho talleres con los mejores poetas de este país, y son oportunidades de aprendizaje únicas. Aprendizaje y, como diría mi querida 
, Kira Kariakin, espacios de comunión. Respiraderos. Festivales de lectura, ferias de libros, talleres y recitales tienen en común una cosa bellísima: los amigos se reúnen en torno a la literatura, de forma libre. Por eso he estado en todos los talleres que he podido con mi mentora poética, Gabriela Kizer. Por eso formé parte del Taller Portátil con dos interlocutores imprescindibles: Alejandro Sebastiani y Franklin Hurtado. Por eso he comenzado a participar en la organización de los 
 poéticos que desde 2011 se hacen en el Ateneo de Caracas”.
“Para escribir hace falta una dosis justa de soledad y silencio. Escojo mi dosis. Nada mejor a las seis de la tarde que un taller de poesía. A esa hora es la única casa a la que procuro llegar. Son reuniones en las que el espíritu está a sus anchas. La soledad está subestimada, pero también la compañía selecta. He descubierto que leer con otros regala a mi espíritu un sosiego casi religioso. Cuando tengo que faltar, ando como si sufriera una baja de azúcar. En medio del quehacer diario, del desgaste en que vivimos, reunirse con amigos a leer, a escribir, a comentar, es un lujo del que me jacto. Me procuro espacios como el seminario que coordino sobre la obra reunida 
, de Yolanda Pantin, que conduce Samuel González-Seijas. La gente me busca para que los organice como si se tratara de drogadictos, pero para mí se trata del vicio más sano del mundo. Trafico talleres literarios: los proporciono y los consumo”.
Aunque no lo ejerce en la actualidad, se siente librera. Se inició en la librería Read Books & Café. Luego vino VDL Books. Estuvo una semana en Libroria y de ahí pasó a trabajar en El Buscón. El destino la apartó momentáneamente de los anaqueles para ocupar un cargo en la Fundación para la Cultura Urbana. Pero luego volvió por tres años a El Buscón como librera principal, y de ahí a Kalathos, también por tres años, como gerente cultural. “Es maravilloso el trabajo de ordenar, recomendar, buscar y restaurar libros; también lo es visitar colecciones que serán adquiridas o acomodar mesones y vitrinas para el lector. Quien se forma con Katyna Henríquez, de El Buscón, nunca dejará de ser librero. Sueño con una librería propia”.
Recuerda haber escrito un poema que le sirvió para responder a un llamado amoroso. Tenía quince años. Entregó un largo texto a quien convirtió enseguida en su primer novio. “De alguna manera, lo seduje con ese regalo. Luego supe que la literatura seduce, mas no retiene. A mí me seducen siempre a través del lenguaje: enamoramiento cerebral. Para mí la escritura es placer. Todo tipo de escritura. Desde correos electrónicos hasta una burocrática carta de renuncia. Por eso creo que todo el mundo debería estudiar Letras, para entender el lenguaje y saberlo usar. Sin importar lo que esté pasando en nosotros o a nuestro alrededor, no hay nada como escribir. El placer está incluso en la escritura que parte del sufrimiento. Nadie salva a nadie, pero la escritura salva, me salva a mí. Escribir, releer, corregir, volver, ir y venir sobre un poema… son acciones apasionantes. Y es la pasión lo que me mantiene en la escritura, o el placer que genera esa pasión. ¿Cuántas cosas pueden darse el lujo de valer por sí mismas? ¿Cuántas cosas se hacen sin estímulo externo? Vivo en un país que a diario atenta contra la voluntad personal y contra el placer. Pero el placer de la escritura es mío y es voluntario. Escribir jamás es doloroso; lo doloroso es la experiencia de hurgar en el dolor”.
“Voy a parafrasear a mi profesor de sociología del colegio, Aníbal Gauna, con su tesis sobre el venezolano y el chinchorro. Era una tesis que había tomado de alguien más, adaptándola a su gusto. Yo voy a hacer más o menos lo mismo. Aníbal decía que el problema del venezolano era que estaba acostado en un chinchorro y estaba incómodo. Quería una cama, la veía en frente y la deseaba, pero para llegar a ella primero tenía que bajarse del chinchorro. Esa es para mí la imagen de Venezuela: un inmenso e incomodísimo chinchorro colectivo donde es imposible dormir. Y, por tanto, despertar”.
“Yo diría que el búho. A mi mamá le encantan los búhos. Los colecciona. Siempre le regalo pequeños búhos como amuletos. Hay algo en ese animal vigilante, de ojos enormes abiertos a la noche. Comparto con mi mamá el amor por la nocturnidad y el derecho a ella; también la calma, el silencio, el frío, la posibilidad de ajustar la luz a nuestro deseo. Esa es la noche que amo, porque es mía, porque me la obsequio a diario. La noche que quiero que nunca termine, que alargo hasta que amanece, que habito sin ruido, sin otros, sola con mis otros. Para dialogar no hay como la noche. Es una escucha infinita. Esos ojos del búho son la vigilancia voluntaria de aquel que se vincula de forma natural y selectiva con sus propias entradas de luz y sombra. Hay algo en esos ojos enteros que miran siempre de frente y siempre de noche: la temeridad de estar despierto cuando el mundo duerme. Lo que ve esa mirada nocturna y frontal, lo que se ve cuando se mira así, no debería dejar de mirarse jamás”.
*La entrevista forma parte del libro 
, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.

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